Las emociones son
procesos complejos que incluyen sensaciones con aspectos mentales, físicos y
conductuales. Mentalmente experimentamos nuestras emociones como positivas
(agradables) o negativas (desagradables). Físicamente las experimentamos como
una fuerte activación o tensión. Y conductualmente, las experimentamos como un
impulso a la acción (Clark, 2002) La palabra emoción viene del latín e-movere,
que quiere decir “moverse hacia”, sugiriendo, de este modo, que en toda emoción
hay implícita una tendencia a la acción (Calvo, 1995, 2008; Goleman, 1995)
Existen
investigaciones muy recientes cuyos resultados sugieren que contamos con cuatro
emociones básicas basadas en las señales faciales biológicas: felicidad,
tristeza, miedo/sorpresa y enojo/asco. Y que la diferenciación entre el miedo y
la sorpresa y entre la ira y el asco, se desarrollan más tarde, a causa de los
factores sociales. Este estudio nos
ofrece una nueva perspectiva sobre la jerarquía de la evolución de las señales faciales
a través del tiempo, las cuales se traducen en cuatro emociones básicas que
funcionan como el fundamento que permitirá el desarrollo de emociones más
complejas y necesarias para relacionarnos con nuestro entorno.
Las emociones
cumplen una función adaptativa, son universales y están presentes en todas las
razas y culturas. Tienen por tanto un origen biológico, tal como planteaba la
hipótesis de Charles Darwin. En realidad no hay emociones “sanas” y emociones
“insanas”, todas son humanas e igualmente válidas. Las emociones tienen un
significado personal (Sartre, 1939; Lazarus, R. y Lazarus, B., 1994) y es una
reacción ante el medio, fruto de nuestras creencias sobre la realidad. Por
tanto, en sí mismas no podemos decir que sean sanas o insanas, sino en función
de sus consecuencia para nuestros objetivos personales a largo plazo. Podríamos
decir por tanto que son sanas si son funcionales en la obtención de nuestras
metas a largo plazo, mientras que son insanas, sin son disfuncionales en
relación al logro de las mismas a largo plazo. (Sorribes y Lega, 2013). A nivel
práctico, es importante establecer la diferencia cualitativa entre emociones
sanas (funcionales) versus las insanas (disfuncionales) porque nos permitirá
distinguir entre aquellas que nos ayudan y las que no (Ellis, 1975; 1994; 1998)
Cuando nos enfrentamos a un acontecimiento activador que va en contra de
nuestros deseos es normal que nuestra emoción sea de tipo negativo como tristeza, pena, incomodidad, pudor,
disgusto, molestia, enfado, pesar, decepción, miedo e inquietud. Pero a pesar
de que son negativas o desagradables para nosotros nos permiten aceptar y
afrontar ciertas situaciones (la tristeza por ejemplo nos ayuda a elaborar el
duelo). Por eso decimos que son emociones sanas o funcionales, porque nos
ayudan a actuar de forma constructiva. Sin embargo, cuando sentimos emociones
negativas como pánico, ansiedad, ira, depresión, vergüenza o culpa, nos
perjudican porque además de ser desagradables para nosotros nos impiden aceptar, tolerar o afrontar las dificultades
de la vida, nos causan frustración, y nos crean más problemas. Estas emociones
van además acompañadas de conductas derrotistas. Por eso hablamos de emociones
insanas o disfuncionales, porque nos conducen a realizar acciones destructivas,
por eso esas emociones no saludables son claros objetivos de cambio, porque
interfieren en nuestra funcionalidad a largo plazo. La TREC dice que es
preferible, pero no obligatorio, sentirse sanamente preocupado, enfadado o
triste, porque estas emociones no nos bloquean y nos ayudan a sentirnos mejor y
conseguir nuestros objetivos a largo plazo. Diferenciar la emoción en función
de su frecuencia, intensidad y duración resulta muy útil.
¿Cómo Influyen las Emociones en el Razonamiento y la Planificación?
Las emociones
modulan nuestros razonamientos de dos formas: por un lado, concentrando nuestra
atención y nuestros recuerdos en los estímulos o situaciones que resultan
relevantes según nuestra historia personal y por otro lado, evaluado de forma
realista las situaciones futuras en las que pudiéramos estar implicados y las
consecuencias de nuestro comportamiento.
El individuo con
inteligencia emocional sabe expresarse en el momento, forma e intensidad
convenientes, sabe reconocer el estado de ánimo de los demás, es capaz de
auto-motivarse, de perseverar y aumentar su rendimiento regulando su esfuerzo,
sabe superarse a sí mismo, ser creativo, evitar fracasos. Todo ello lo hace
gracias a sus capacidades emocionales básicas, que le permiten discernir lo que
es relevante para él mismo y para los otros, así como anticipar sentimientos
con respecto a circunstancias que todavía no se han producido. Más aún, el
individuo con esas capacidades está también bien dotado para comprender y
ayudar a los demás a hacer lo propio. Eso nos lleva a la inteligencia
social. (Morgado, 2008)
¿Cómo identificamos nuestras emociones? La importancia de la Inteligencia Emocional
La intensidad de la
experiencia y de la expresión emocional es personal y depende de factores de
personalidad, también de la forma en que nuestro sistema nervioso responde y de
las experiencias previas, que influyen en la forma en que éstas son procesadas
por quien las experimenta. En opinión de LeDoux (1996), “la interacción entre
el niño y sus cuidadores durante los primeros años de vida constituye un
auténtico aprendizaje emocional, y es tan poderoso y resulta tan difícil de
comprender para el adulto porque está grabado en la amígdala con la tosca
impronta no verbal propia de la vida emocional.” Lo que explica el desconcierto
ante nuestros propios estallidos emocionales es que suelen datar de un período
tan temprano que las cosas nos desconcertaban y ni siquiera disponíamos de
palabras para comprender lo que sucedía. En la primera infancia, habitualmente
no regulamos nuestra respuesta emocional, simplemente la expresamos o explota.
Socialmente se acepta, y se perdona este tipo de "sinceridad" Y a
medida que nos vamos haciendo mayores, el índice de tolerancia ante esta
inmediatez en las respuestas va disminuyendo hasta llegar a la madurez, cuando
socialmente se exige la regulación emocional. Con su aprendizaje conseguimos
equilibrar dos fuerzas opuestas: por un lado, la necesidad biológica de la
respuesta emocional, y por el otro, la necesidad de respetar determinadas
normas de convivencia. Ya de adultos, las personas que evitan el principio de
inmediatez tendrán más éxito, pues el refuerzo demorado es más adaptativo, así
como también las que funcionan mejor por el placer que por la evitación del
dolor, o sea que las variables de inmediatez serían negativas o serían poco
inteligentes emocionalmente las personas que las sufren y las personas que
siempre evitan el sufrimiento también tendrían más posibilidades de ser
infelices que aquellas que intentan ver el mundo de una manera más positiva y
proactiva. Estos estilos de pensamiento por lo general se inician en la
infancia: a partir de cómo uno aprende a enfrentarse al mundo y a los problemas
hace que sea más o menos probable el poder enfrentarse a todo tipo de situaciones
en un futuro. Pero conseguir el éxito en nuestro manejo emocional normalmente
es cuestión de mucho trabajo, de mucho esfuerzo y de ser capaces de vencer
ciertas dificultades que nos puedan surgir, conocer nuestro potencial y saber
cuáles son nuestras fortalezas y también nuestras debilidades. De ahí la
importancia de la inteligencia emocional.
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