domingo, 15 de junio de 2014









¿Qué es una emoción?


Las emociones son procesos complejos que incluyen sensaciones con aspectos mentales, físicos y conductuales. Mentalmente experimentamos nuestras emociones como positivas (agradables) o negativas (desagradables). Físicamente las experimentamos como una fuerte activación o tensión. Y conductualmente, las experimentamos como un impulso a la acción (Clark, 2002) La palabra emoción viene del latín e-movere, que quiere decir “moverse hacia”, sugiriendo, de este modo, que en toda emoción hay implícita una tendencia a la acción (Calvo, 1995, 2008; Goleman, 1995)

Existen investigaciones muy recientes cuyos resultados sugieren que contamos con cuatro emociones básicas basadas en las señales faciales biológicas: felicidad, tristeza, miedo/sorpresa y enojo/asco. Y que la diferenciación entre el miedo y la sorpresa y entre la ira y el asco, se desarrollan más tarde, a causa de los factores sociales. Este estudio nos ofrece una nueva perspectiva sobre la jerarquía de la evolución de las señales faciales a través del tiempo, las cuales se traducen en cuatro emociones básicas que funcionan como el fundamento que permitirá el desarrollo de emociones más complejas y necesarias para relacionarnos con nuestro entorno.

Las emociones cumplen una función adaptativa, son universales y están presentes en todas las razas y culturas. Tienen por tanto un origen biológico, tal como planteaba la hipótesis de Charles Darwin. En realidad no hay emociones “sanas” y emociones “insanas”, todas son humanas e igualmente válidas. Las emociones tienen un significado personal (Sartre, 1939; Lazarus, R. y Lazarus, B., 1994) y es una reacción ante el medio, fruto de nuestras creencias sobre la realidad. Por tanto, en sí mismas no podemos decir que sean sanas o insanas, sino en función de sus consecuencia para nuestros objetivos personales a largo plazo. Podríamos decir por tanto que son sanas si son funcionales en la obtención de nuestras metas a largo plazo, mientras que son insanas, sin son disfuncionales en relación al logro de las mismas a largo plazo. (Sorribes y Lega, 2013). A nivel práctico, es importante establecer la diferencia cualitativa entre emociones sanas (funcionales) versus las insanas (disfuncionales) porque nos permitirá distinguir entre aquellas que nos ayudan y las que no (Ellis, 1975; 1994; 1998) Cuando nos enfrentamos a un acontecimiento activador que va en contra de nuestros deseos es normal que nuestra emoción sea de tipo negativo  como tristeza, pena, incomodidad, pudor, disgusto, molestia, enfado, pesar, decepción, miedo e inquietud. Pero a pesar de que son negativas o desagradables para nosotros nos permiten aceptar y afrontar ciertas situaciones (la tristeza por ejemplo nos ayuda a elaborar el duelo). Por eso decimos que son emociones sanas o funcionales, porque nos ayudan a actuar de forma constructiva. Sin embargo, cuando sentimos emociones negativas como pánico, ansiedad, ira, depresión, vergüenza o culpa, nos perjudican porque además de ser desagradables para nosotros nos impiden  aceptar, tolerar o afrontar las dificultades de la vida, nos causan frustración, y nos crean más problemas. Estas emociones van además acompañadas de conductas derrotistas. Por eso hablamos de emociones insanas o disfuncionales, porque nos conducen a realizar acciones destructivas, por eso esas emociones no saludables son claros objetivos de cambio, porque interfieren en nuestra funcionalidad a largo plazo. La TREC dice que es preferible, pero no obligatorio, sentirse sanamente preocupado, enfadado o triste, porque estas emociones no nos bloquean y nos ayudan a sentirnos mejor y conseguir nuestros objetivos a largo plazo. Diferenciar la emoción en función de su frecuencia, intensidad y duración resulta muy útil.

¿Cómo Influyen las Emociones en el Razonamiento y la Planificación?


Las emociones modulan nuestros razonamientos de dos formas: por un lado, concentrando nuestra atención y nuestros recuerdos en los estímulos o situaciones que resultan relevantes según nuestra historia personal y por otro lado, evaluado de forma realista las situaciones futuras en las que pudiéramos estar implicados y las consecuencias de nuestro comportamiento.
El individuo con inteligencia emocional sabe expresarse en el momento, forma e intensidad convenientes, sabe reconocer el estado de ánimo de los demás, es capaz de auto-motivarse, de perseverar y aumentar su rendimiento regulando su esfuerzo, sabe superarse a sí mismo, ser creativo, evitar fracasos. Todo ello lo hace gracias a sus capacidades emocionales básicas, que le permiten discernir lo que es relevante para él mismo y para los otros, así como anticipar sentimientos con respecto a circunstancias que todavía no se han producido. Más aún, el individuo con esas capacidades está también bien dotado para comprender y ayudar a los demás a hacer lo propio. Eso nos lleva a la inteligencia social.  (Morgado, 2008)

¿Cómo identificamos nuestras emociones? La importancia de la Inteligencia Emocional


La intensidad de la experiencia y de la expresión emocional es personal y depende de factores de personalidad, también de la forma en que nuestro sistema nervioso responde y de las experiencias previas, que influyen en la forma en que éstas son procesadas por quien las experimenta. En opinión de LeDoux (1996), “la interacción entre el niño y sus cuidadores durante los primeros años de vida constituye un auténtico aprendizaje emocional, y es tan poderoso y resulta tan difícil de comprender para el adulto porque está grabado en la amígdala con la tosca impronta no verbal propia de la vida emocional.” Lo que explica el desconcierto ante nuestros propios estallidos emocionales es que suelen datar de un período tan temprano que las cosas nos desconcertaban y ni siquiera disponíamos de palabras para comprender lo que sucedía. En la primera infancia, habitualmente no regulamos nuestra respuesta emocional, simplemente la expresamos o explota. Socialmente se acepta, y se perdona este tipo de "sinceridad" Y a medida que nos vamos haciendo mayores, el índice de tolerancia ante esta inmediatez en las respuestas va disminuyendo hasta llegar a la madurez, cuando socialmente se exige la regulación emocional. Con su aprendizaje conseguimos equilibrar dos fuerzas opuestas: por un lado, la necesidad biológica de la respuesta emocional, y por el otro, la necesidad de respetar determinadas normas de convivencia. Ya de adultos, las personas que evitan el principio de inmediatez tendrán más éxito, pues el refuerzo demorado es más adaptativo, así como también las que funcionan mejor por el placer que por la evitación del dolor, o sea que las variables de inmediatez serían negativas o serían poco inteligentes emocionalmente las personas que las sufren y las personas que siempre evitan el sufrimiento también tendrían más posibilidades de ser infelices que aquellas que intentan ver el mundo de una manera más positiva y proactiva. Estos estilos de pensamiento por lo general se inician en la infancia: a partir de cómo uno aprende a enfrentarse al mundo y a los problemas hace que sea más o menos probable el poder enfrentarse a todo tipo de situaciones en un futuro. Pero conseguir el éxito en nuestro manejo emocional normalmente es cuestión de mucho trabajo, de mucho esfuerzo y de ser capaces de vencer ciertas dificultades que nos puedan surgir, conocer nuestro potencial y saber cuáles son nuestras fortalezas y también nuestras debilidades. De ahí la importancia de la inteligencia emocional.







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